EL ÁNGEL CAÍDO

¿Quién puede justificar, ahogado en la materia de la vida, la eternidad ensimismada de una condena? Las vidas paralelas corren el peligro de cruzarse negando los modelos aceptados de la lógica matemática. Tampoco se desplazan las distancias, porque todo está cercano, muy a mano, y huele a cercano, y sabe a cercano, y los sentimientos se dilatan en el alma con una exactitud tan dolorosa que apenas si resisten las palabras. Hay un tiempo que se pierde para ganar otro tiempo, dudoso, que no significa nada. Y hay que intentar abolir lo que uno ha sido, inventar otra condena, para poder seguir vagando, insoportable, entre seres intangibles y entre sombras. Volver a intentar la resurrección de un muerto no deja de tener su lado cómico, su extraña sensación de espejo esclavo que ha vuelto a la senda del crimen, que ha sido juzgado y condenado, y que ha cumplido su merecida condena porque nada ni nadie (no lo olvidemos: se juega con reglas compartidas) puede parar esta rueda. Sólo queda confiar en los milagros, abrazar una fe desconocida que silencie los latidos alterados, la inquietud de la mirada cansada, la impaciencia de un cuerpo destrozado en busca de una paz inanimada. Cuando se vive así de nada sirven las palabras (ni antes servían tampoco, pero estábamos engañados por la incierta imposición de los conceptos), hay un silencio muerto, que ni siquiera roza el límite, y que se conforma con aplazar los tiempos en busca del placer de alguien que duerme. El poeta Juan Rodolfo Wilcock (en Poesie, Milán, Adelphi, 1980), muestra cómo en el lugar apropiado, en el calor de la cabaña, Wittgenstein observa y me acompaña llamando a la noche abierta, a la luna o al círculo perfecto en la voz que lo construye y lo alimenta, solar como los soles imposibles en la máscara serena del poema: “Termina de limpiar con el trapo enjabonado el piso de madera tosca; como ha terminado de llover, enjuaga la ropa lavada y la cuelga en un hilo de acero inoxidable en el fondo de la casita de ladrillos pintados con cal. Sobre la hornalla hierven las papas; es mediodía. Mañana vendrá el viejo que trae el correo y las provisiones. El hombre agrega media cebolla a las papas. Desde la ventana mira el valle y calla, como siempre. Y desde esa cabaña donde ahora el hombre cose el botón de una camisa, el mundo desciende hacia el mar en lentas ondulaciones herbosas, entre las colinas y los lagos de la isla, ignorando absolutamente que no es sino la red verde del lenguaje en la que se envuelve la nada”. Mientras tanto, ahogado, el ángel caído cruza la autopista en llamas, la brisa contagiosa de alientos inservibles, la masa almacenada y humillada de todas las almas arruinadas. Y la dignidad del hombre se confunde con el ritmo acelerado de otros hombres, con el viento de la historia sinsentido que se anuncia en miles de pantallas decoradas, en el fulgor de la magnífica tecnología, en la tormenta de fuego y de ceniza que anuncia una sequía, imperdonable, de proporciones míticas. Ya no llueve aquí porque el llanto, exteriorizado, ha suplantado el sentido divino de las aguas. Ya no llueve porque todo el cuerpo es agua, agua corrompida, agua estancada, y los pantanos vacíos dejan ver las torres de los viejos templos olvidados, sumergidos en el curso de la historia, anegados por la ciencia y por la técnica, para enseñar a los hombres y a las sombras que hubo otra imagen detenida, otra fe inservible y misteriosa que se perdió con el tiempo, y que salen de la nada los fantasmas, que se aprestan confiados al combate, mientras el ángel piensa o dibuja en las palabras con la tinta poderosa de la sangre. ¿Quién puede justificar, ahogado en la materia de la vida, la eternidad ensimismada de una condena? La vida se confunde con el tiempo cuando todo es pasado. La vida se confunde con las sombras cuando el ángel, invisible, vuelve de consumir nervioso la esencia de una droga milagrosa.
(A María Papetti, que también da vueltas en la rueda).
4 comentarios
maria -
sigo intentando.
(será mi condición de secretaria?)
merci, gracias, es un honor dar vueltas entre tus palabras.
C. Martín -
Un placer volver a leerte.
Enrique -
k -